dimarts, 6 d’abril del 2010

VACIO ... de Miguel Delibes

Cada vez que alguien se va de este mundo, queda indudablemente un vacío: el hueco de su ausencia, de las frases que nunca pronunciará, las risas que no saldrán de su garganta, las caricias que sus manos no llegarán a realizar. Puede ser que ese vacío irremediable sea percibido tan sólo por unos pocos, aquellos que quisieron de verdad al que se ha ido y le añoran cada día. Pero en algunas ocasiones invade el espacio, y deja a muchos temblorosos y nostálgicos. La muerte de Miguel Delibes ha sido de esas, de las que crean una sima a la que de pronto innumerables lectores nos sentimos asomados, la nada de él y sus palabras.

Delibes fue un gran escritor. Y un hombre grande. Lo uno y lo otro no siempre van unidos, aunque nuestra inevitable tendencia a la mitomanía quiera a menudo creerlo. Y lo segundo es sin duda más importante que lo primero. Pero en su caso, calidad literaria y bondad personal formaron un todo: la suya no fue la mirada de quien inventa un mundo a su antojo, ni tampoco la de quien lo disecciona fríamente, sino la del que observa con cercanía lo que le rodea y reconoce su fragilidad, y la ampara y le da calor.

A Delibes le preocupaba la desaparición definitiva de los viejos habitantes de los pueblos de su Castilla, aquellos que, como él decía, conocían los nombres de todos los pájaros y todas las flores, esas palabras hermosas y antiguas que él recogió amorosamente en sus escritos. Muy pocos días antes de su muerte, conocí a alguien que comparte esa misma preocupación: J. es taxista en una zona de la montaña de Asturias. Nació allí, hijo y nieto de mineros y de campesinos, seres recios, de los que aguantan la nieve durante meses sin protestar y sobreviven a la asfixia de los pozos de carbón y a la penuria de siglos. J. adora a sus viejos vecinos. Habla todo lo que puede con ellos y atesora en grabaciones y en documentales sus historias, sus recuerdos, el sonido dulzón de su llingua. Y, sobre todo, su vieja sabiduría, ese conocimiento profundo que tienen de la naturaleza y sus razones, de las lluvias y el viento, de la nieblas y las rocas, de los árboles y los animales. Le molesta profundamente -como a cualquier persona culta- que las gentes del campo hayan sido simpre objeto de burla en la sociedad española por parte de los habitantes de las villas y las ciudades: 'Ahí va un paleto, mira qué ridículo es'. Y resulta que ese paleto sabe mucho más de la vida de lo que podemos imaginas, que nos da mil vueltas en su capacidad de lógica y de razonamiento, que resiste estoicamente y hasta saca provecho de lo que a los urbanitas nos provoca un ataque de nervios.

Sí, también en eso, qué pena de país. Viajamos por Europa y nos impresiona ver los campos atendidos como jardines, los pueblos preservados a lo largo de los siglos, mientras aquí se caen los muros de las casas abandonadas, se degradan los bosques, se llenan lo que fueron cultivos de urbanizaciones de adosados. No es sólo un problema de clima y malas tierras, que también. Es además el resultado del largo desprecio, del ninguneo social y político a lo que no sea asfalto y rascacielos y aluminio y tecnología. Y entretanto, los últimos campesinos a la antigua mueren en silencio, y, como pensaba Delibes, en el vacío que dejan desaparece un mundo sabio al que dejan desaparece un mundo sabio al que nada sustituye

Angeles Caso
en el Magazine de La Vanguardia, 04/04/10

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